Saturday, February 21, 2015

El Gran Hombre nos visita


Mis conocidos me consideran una persona razonablemente normal, pero lo cierto es que un análisis conductológico certero diría que lo que soy en realidad es alguien con el poder mutante de aparentar en sociedad un nivel aceptable de salud mental. Añadiría que, pese a haber afirmado en alguna entrada anterior que soy en general buena persona hasta la tontería, algún que otro desliz de perfidia he cometido en mi vida. Por ejemplo, aquella vez que me colé en un evento lleno de prebostes al que no había sido invitada: Si, amigos míos, una vez fui una vil gorrona.

Hace ya unos cuantos años trabajaba como maquetista/grafista/chica-para-todo en una revista de prensa comarcal. Siguiendo un formato muy de moda entonces, la publicación iba trufada de los anuncios que la costeaban, salpimentados con alguna que otra noticia de ámbito local para disimular. A unas semanas del inicio de campaña de unas elecciones generales, uno de los periodistas que trabajaba conmigo recibió un fax notificando que un altísimo cargo gubernamental venía a visitar la comarca. No porque se acercaran las elecciones, no vayan a pensar mal, sino porque los miembros del gobierno gustan, de tanto en tanto, de abandonar sus sedes capitalinas y airearse un poco inaugurando cosas por los sitios.

A mi compañero le pareció interesante salirse de la típica noticia de pueblo, pero mi jefe le prohibió tajantemente asistir: el acto público del magno visitante coincidía con una presentación del ayuntamiento que para él era más relevante “en esta revista, muchacho, los anuncios me los ponen los alcaldes”[1]; a renglón seguido también le prohibió asistir al evento posterior, pese a que éste ya no coincidía con acto municipal ninguno: esto segundo ya me pareció a mí una táctica gorilera de mi jefe para humillar a un subordinado y asertar su posición como macho alfa de la empresa, práctica bastante enraizada en la península ibérica entre muchos empresarios que la entienden como "demostración de liderazgo”.

El caso es que tal situación me dió bastante rabia y de ahí me surgió una idea: le propuse al periodista asistir yo al acto (fuera de horas de trabajo y sin conocimiento del jefe), registrarlo, y pasarle el material al día siguiente para que pudiera escribir sobre algo más que no fueran las inauguraciones del señor corregidor que tanto ponían a nuestro patrón desde el punto de vista informativo. La idea era que tras unas horas se le habría pasado la tontuna al jefe y ya no tenía inconveniente en permitir a mi compañero lucirse en la redacción de una noticia más allá de la sosa crónica comarcal. He de confesar que también me impulsaba la curiosidad y, porqué no admitirlo, cierto anhelo de aventura: iba a tener la oportunidad de observar al natural y en directo a un prócer de esos que normalmente sólo ves por la tele, y en tanto que representante de la autoridad, pues también estaba el morbillo añadido de poder atravesar, por una vez, un círculo de adustos escoltas que normalmente no permiten el paso a los ciudadanos de a pie. Iba a sentirme como una sujeta peligrosa por un día, sip… ¡ojocuidiao conmigo!

Tras una intensa micromaratón destinada a gestionar el préstamo de una cámara y un cassete con grabadora, me encaminé a mi destino en transporte público, que en aquella zona no era (sigue sin ser) particularmente bueno, así que llegué tarde al acto pero no a la intervención estelar: Los Dioses, en su sabiduría, pusieron a las personalidades locales a hacer las tediosas intervenciones previas y me evitaron los minutos de plomo. Lo primero que me sorprendió fue lo desangelado del mitin: Los asistentes (corresponsales incluidos) no llegaban al centenar en una plaza dura que apenas había dejado de ser descampado, rodeada de edificios en construcción, promociones de extrarradio ideadas para quienes ya entonces huían de los exagerados precios de los pisos de la capital[2]. La concurrencia no plumífera era tirando a madura cuando no de una tercera edad francamente jubilada. El señor alcalde presentó al Gran Hombre y éste empezó a pronunciar su discurso.

El público en general estaba razonablemente amaestrado: escuchaba educadamente y aplaudía en los puntos adecuados. Destacaba entre los asistentes una señora mayor teñida de morena (algo que suele dar a las señoras mayores apariencia de tener más edad si cabe), que iba lanzándo piropos y claveles con entusiasmo feroz, interrumpiendo la arenga del ilustre invitado. Uno de los claveles fue a darle al ministro en plena cocorota y, en un sorprendente alarde de contención, éste se limito a parpadear levemente sin interrumpir su disertación, soportando estoicamente el fuego amigo de la jubilada.

Me llamó la atención que un visitante de su categoría se batiera el cobre pre-electoral en un lugar tan humilde, y más cuando me costaría imaginarme a compañeros de gabinete haciendo entonces un bolo similar en un lugar que no fuera un teatro de la ópera o un megapabellón deportivo de una de las principales capitales del estado; pero allá estaba él, en aquel lugar dejado de la mano de Dios: tal vez porque su carrera política se había forjado a base de muchos mítines en lugares similares, a fuerza de patear calles y echarle muchos kilómetros. También me resultó notable su derroche oratorio: su alocución superó la hora larga cuando habría quedado como un señor con poco más de quince minutos, y de paso habría eludido buena parte de la descarga artillera de Caryophyllaceae por parte de la abuela. Para ser sincera, creo que su argumentación no se hubiera resentido de durar, digamos, un poquitín menos.

Era un orador a la antigua, sin chuleta, recitando de memoria datos y números para dejar bien claro que en su opinión, la gestión del Gobierno era claramente positiva y merecía renovar la confianza del electorado cuando en breve plazo se colocaran las urnas, blah, blah… A nivel gestual, sorprendentemente, no caía en aspavientos, sólo de tanto en tanto hacía un gesto como si estuviera moldeando algo, tal vez dando forma a algún concepto recién expresado; otras colocaba las manos como si sostuviera algo a la vista del público: tal vez una urna o quizás la caja que contenía la mangosta imaginaria de Crowley. Agradecí que, al contrario que algunos de sus colegas, no aprovechara aquella asamblea para desempolvar demagógicamente el acento de pueblo o dejar por un día el traje para ir en mangas de camisa y con un pañuelo sustituyendo a la corbata: en vez de eso, vino el Gran Hombre hecho un pincel, que parecía mismamente el Don Draper de la Margen Izquierda. Nada de hablar a voces como un tertulianote o de sacar el repertorio de chistecitos de medio pelo a los que recurren algunos cuando consideran que quienes le escuchan tienen su capacidad cerebral gravemente disminuida.

Curiosamente, no se extendió en reivindicar su espinoso cometido ministerial, sino que su discurso se centró sobre todo a lo conseguido por el gobierno en el ámbito laboral, sanitario y educativo, reivindicando el incremento en la incorporación de las mujeres al trabajo y la universidad, tras lo cual me planteé si su gestión no hubiera sido más productiva de haberse dedicado a ámbitos más cercanos a lo que claramente era su verdadera vocación, pero en fin… Tal vez excediéndose un tanto en su enumeración de los logros gubernamentales, me dejó un tanto pasmada su entusiasta convicción de que habíamos superado en bienestar social a Suecia (cosa que dudaba entonces y aún dudo ahora[3]).

En tanto que leal contribuyente, me sorprendí asintiendo[4] a su defensa de los impuestos que hacían posible todo lo referido anteriormente y afirmó (aquí si) con un punto de chusquedad, y a manera de guiño a ese “espiritu cuñao” con el que, como político, siempre ha conectado de maravilla, que él estaba encantado de pagar muchos impuestos, porque pagar más impuestos, dijo, era señal de que se cobraba un buen sueldo; pensé, “¡Los Dioses te guarden la inocencia!”: si él pagaba religiosamente el IRPF y el IVA, dudo mucho que lo hicieran los grandes empresarios, banqueros y aristocráticas duquesas con los que se codeaba en esas cenas a las que asiste la gente de las altas esferas, más inclinados por tradición y catadura a jugar al escondite con el fisco en su calidad de miembros del club de fans de la Confederación Helvética.

Al acabar el mitin-que-no-era-un-mitin-porque-todavía-no-había-empezado-la-campaña-electoral pensé que ya tocaba volver a casa. No fue así ya que unos periodistas me dijeron que si quería ir con ellos al acto (con cena incluida) reservado a prensa y personalidades autorizadas. Tenían sitio en su coche y, tras un instante de duda, opté por acompañarlos, sospecho, por el mismo impulso idiota que hace que las moscas se den cabezazos contra el cristal, el primigenio instinto de meterse en berenjenales. Cuestiones tipo “¿Cómo me las apañaré para volver sin coche?", o “¡Rayos, por qué voy si no soy periodista!", me incomodaron el viaje, aunque no me atreví a confesar mi impostura a mis gentiles acompañantes.

Al llegar al hotel donde tendría lugar la cena con discurso de guarnición, una parte de mi me decía de dar media vuelta hacia la estación de renfe más cercana, y otra me impelía a entrar: Me sentía como un hobbit perdido en Mordor que acaba de encontrar un buen atajo a la Montaña del Destino. Mi lado timorato optó por apartarse un poco y esperar a que entrara el grueso de la prensa para no llamar la atención si no me dejaban pasar: por toda credencial sólo tenía el fax que le habían enviado a mi compañero y una tarjeta de mi empresa, y pensé que el dispositivo de seguridad, entrenado para hacer un placaje de rugby a cualquier intruso no autorizado, me pondría de patitas en la calle. A la hora de la verdad ni tan sólo me pidieron el DNI y me dejaron pasar tras una perezosa ojeada al fax: Una de dos, o yo tengo habilidades de damisela Jedi, o los chicos de seguridad eran bastante laxos en su cometido. Por suerte para ellos, mi intención más vil era picar alguna croqueta y no tenía otra cosa con la que disparar que no fuera mi réflex viejuna, con la que unos minutos después tomé la única foto medio decente de todo el carrete: en ella, el ilustre invitado mira en mi dirección con aspecto de estar ligeramente escamado, como si sospechara de mis pintas y mi poco profesional y vetusto equipo. 

En esta ocasión y hallándose más, por así decirlo, en familia, el insigne invitado replicó temáticamente y casi (ouch) en extensión su argumentario de la plaza dura. De pie en medio del comedor, nuestro protagonista hilaba su discurso con el gesto relajado de quien sabe que tiene al auditorio en el bolsillo, con esa seguridad que le daban varios lustros de experiencia política en los que había pasado del mitin semiclandestino con jersey raido de costuras reventadas, a la perorata con traje sastre en salas de convenciones de lujosos hoteles. Aquí cambió el anterior registro de sermón didáctico modulándolo a la circunstancia de su nuevo público, lleno de viejos conocidos a los que lanzó varios guiños de complicidad. Yo no tenía duda de que tendría rendidos a sus correligionarios, pero me sorprendió la buena sintonía de los representantes del cuarto poder, entre los que detecté algún que otro comentario por lo bajini de admiración ante su retórica, como cuando un torero hace un buen pase con el capote en la plaza (lo cual me hacía sentir, aún más si cabe, como una sioux infiltrada en el fuerte del séptimo de caballería). 

La mayor brevedad del discurso sin duda debía algo a la inminencia del ágape. Yo me hubiera dado por servida con un simple pica-pica de vernissage de centro cultural de barrio[5], pero los camareros nos sirvieron cosas como una especie de pata de elefante que mis compañeros de mesa identificaron como una pierna de cordero, de la cual mi mala conciencia de asistente clandestina me impedió dar cumplida cuenta. La abundancia de las raciones también me ayudó a comprender por qué es habitual en gente con cargos públicos la tendencia a engordar: por muchos libros que venda Michel Montignac, creo que es francamente complicado adelgazar en comidas de negocios. 

Las calorías fueron aquella noche el menor de mis problemas: estando como estaba allá donde Cristo perdió la alpargata (o lo que es lo mismo, allá donde se fué a morir George Sanders), resolví despedirme temprano para tener alguna opción de transporte público con la que regresar, de otra manera me arriesgaba a tener que volver en taxi (lo cual me resultaría prohibitivo), convertirme en calabaza o peor aún, acabar contagiada del cariño que la concurrencia sentía ante el augusto protagonista de la jornada y, ah no, eso si que no.

El caso es que salí del hotel para perderme entre las sombras de la noche y tal, que además al día siguiente me tocaba madrugar.

A modo de epílogo:
  • Mi jefe siguió oponiéndose a incluir la noticia del evento aún cuando mi compañero periodista le comentó al jefe que un colega (ejem) que asistió al acto le podía pasar documentación para elaborar un artículo sin compromiso. Cabezón de hombre.
  • En cuestión de pocos meses, y cuando todo apuntaba a que el Gran Hombre estaba destinado a ascender al Olimpo de los estadistas, éste pasó a mejor vida, políticamente hablando, a causa de uno de esos traspiés que sólo pueden saldar vía de la asunción de responsabilidades. No vi entonces salir en su defensa a ninguno de los que le agasajaron aquella noche. Fue justamente esa dramática pérdida del favor del público la que me conmovió: soy muy de llevar la contraria y además siempre me han inspirado ternura los pájaros que se caen del nido. (Si es que soy una blanda, coño).

Notas:

[1] : Si los contenidos de una modesta publicación local el contenido los marcan los intereses de los modestos anunciantes de la zona, imagínense que peso no tendrán los anunciantes en los grandes medios del pais.

[2] Hete aquí la tragedia del tramo bajo del Llobregat, una tierra fertilísima para el cultivo ahogada por masas ingentes de hormigón, por desidia de departamentos de planificación urbana y para beneficio de los especuladores del tocho.

[3] Incluso teniendo en cuenta que en Suecia han habido desde entonces algun que otro gobierno conservador, su Estado del Bienestar me sigue dando bastante envidia: No tendrán playa, sangría ni paella, pero ¡Diablos! ¡están planteándose reducir la jornada laboral de 8 a 6 horas!
He de reconocer que en otros aspectos, eso si, no se diferencian tanto de España.

[4] Si, fue un momento terrible, así como “Argh ¿Qué me ha pasado? No le he votado ni le votaré nunca y estoy de acuerdo en esto que acaba de decir”. 

[5] Como podría ser unas papatonas, unas olivicas y botellas de Xibeca.

Monday, February 16, 2015

Teníamos muchos culos pero…

… este año nos quedamos con este

 
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