Mis conocidos
me consideran una persona razonablemente normal, pero lo cierto es que un
análisis conductológico certero diría que lo que soy en realidad es
alguien con el poder mutante de aparentar en sociedad un nivel aceptable de
salud mental. Añadiría que, pese a haber afirmado en alguna entrada anterior
que soy en general buena persona hasta la tontería, algún que otro desliz de
perfidia he cometido en mi vida. Por ejemplo, aquella vez que me colé en un
evento lleno de prebostes al que no había sido invitada: Si, amigos míos, una
vez fui una vil gorrona.
Hace ya unos
cuantos años trabajaba como maquetista/grafista/chica-para-todo en una
revista de prensa comarcal. Siguiendo un formato muy de moda entonces, la
publicación iba trufada de los anuncios que la costeaban, salpimentados
con alguna que otra noticia de ámbito local para disimular. A unas semanas del
inicio de campaña de unas elecciones generales, uno de los periodistas que
trabajaba conmigo recibió un fax notificando que un altísimo cargo
gubernamental venía a visitar la comarca. No porque se acercaran las
elecciones, no vayan a pensar mal, sino porque los miembros del gobierno
gustan, de tanto en tanto, de abandonar sus sedes capitalinas y airearse
un poco inaugurando cosas por los sitios.
A mi compañero
le pareció interesante salirse de la típica noticia de pueblo, pero mi jefe le
prohibió tajantemente asistir: el acto público del magno visitante coincidía
con una presentación del ayuntamiento que para él era más relevante “en
esta revista, muchacho, los anuncios me los ponen los alcaldes”[1]; a renglón seguido también le prohibió
asistir al evento posterior, pese a que éste ya no coincidía con acto municipal
ninguno: esto segundo ya me pareció a mí una táctica gorilera de mi jefe para
humillar a un subordinado y asertar su posición como macho alfa de la empresa,
práctica bastante enraizada en la península ibérica entre muchos empresarios
que la entienden como "demostración de liderazgo”.
El caso es que
tal situación me dió bastante rabia y de ahí me surgió una idea: le
propuse al periodista asistir yo al acto (fuera de horas de trabajo y sin
conocimiento del jefe), registrarlo, y pasarle el material al día
siguiente para que pudiera escribir sobre algo más que no fueran las
inauguraciones del señor corregidor que tanto ponían a nuestro patrón desde el
punto de vista informativo. La idea era que tras unas horas se le habría
pasado la tontuna al jefe y ya no tenía inconveniente en permitir a mi
compañero lucirse en la redacción de una noticia más allá de la sosa crónica
comarcal. He de confesar que también me impulsaba la curiosidad y, porqué
no admitirlo, cierto anhelo de aventura: iba a tener la oportunidad de observar
al natural y en directo a un prócer de esos que normalmente sólo ves por la
tele, y en tanto que representante de la autoridad, pues también estaba el
morbillo añadido de poder atravesar, por una vez, un círculo de adustos
escoltas que normalmente no permiten el paso a los ciudadanos de a pie. Iba
a sentirme como una sujeta peligrosa por un día, sip… ¡ojocuidiao conmigo!
Tras una
intensa micromaratón destinada a gestionar el préstamo de una cámara y un
cassete con grabadora, me encaminé a mi destino en transporte público, que en
aquella zona no era (sigue sin ser) particularmente bueno, así que llegué tarde
al acto pero no a la intervención estelar: Los Dioses, en su sabiduría,
pusieron a las personalidades locales a hacer las tediosas intervenciones
previas y me evitaron los minutos de plomo. Lo primero que me sorprendió
fue lo desangelado del mitin: Los asistentes (corresponsales incluidos) no
llegaban al centenar en una plaza dura que apenas había dejado de ser
descampado, rodeada de edificios en construcción, promociones de extrarradio
ideadas para quienes ya entonces huían de los exagerados precios de los
pisos de la capital[2]. La concurrencia no
plumífera era tirando a madura cuando no de una tercera edad francamente
jubilada. El señor alcalde presentó al Gran Hombre y éste empezó a pronunciar
su discurso.
El público en
general estaba razonablemente amaestrado: escuchaba educadamente
y aplaudía en los puntos adecuados. Destacaba entre los asistentes
una señora mayor teñida de morena (algo que suele dar a las señoras
mayores apariencia de tener más edad si cabe), que iba lanzándo piropos y
claveles con entusiasmo feroz, interrumpiendo la arenga del ilustre invitado.
Uno de los claveles fue a darle al ministro en plena cocorota y, en
un sorprendente alarde de contención, éste se limito a parpadear levemente sin
interrumpir su disertación, soportando estoicamente el fuego amigo de la
jubilada.
Me llamó la
atención que un visitante de su categoría se batiera el cobre
pre-electoral en un lugar tan humilde, y más cuando me costaría imaginarme
a compañeros de gabinete haciendo entonces un bolo similar en un lugar que no
fuera un teatro de la ópera o un megapabellón deportivo de una de las
principales capitales del estado; pero allá estaba él, en aquel
lugar dejado de la mano de Dios: tal vez porque su carrera política se
había forjado a base de muchos mítines en lugares similares, a fuerza de patear
calles y echarle muchos kilómetros. También me resultó notable su derroche
oratorio: su alocución superó la hora larga cuando habría quedado como un
señor con poco más de quince minutos, y de paso habría eludido buena parte
de la descarga artillera de Caryophyllaceae por parte de la abuela. Para ser sincera, creo que su
argumentación no se hubiera resentido de durar, digamos, un poquitín menos.
Era un orador
a la antigua, sin chuleta, recitando de memoria datos y números para dejar bien
claro que en su opinión, la gestión del Gobierno era claramente positiva y
merecía renovar la confianza del electorado cuando en breve plazo se colocaran
las urnas, blah, blah… A nivel gestual, sorprendentemente, no caía en
aspavientos, sólo de tanto en tanto hacía un gesto como si estuviera moldeando
algo, tal vez dando forma a algún concepto recién expresado; otras
colocaba las manos como si sostuviera algo a la vista del público: tal vez una
urna o quizás la caja que contenía la mangosta imaginaria de
Crowley. Agradecí que, al contrario que algunos de sus colegas, no
aprovechara aquella asamblea para desempolvar demagógicamente el
acento de pueblo o dejar por un día el traje para ir en mangas de camisa y
con un pañuelo sustituyendo a la corbata: en vez de eso, vino el Gran Hombre
hecho un pincel, que parecía mismamente el Don Draper de la Margen Izquierda. Nada de
hablar a voces como un tertulianote o de sacar el repertorio de chistecitos
de medio pelo a los que recurren algunos cuando consideran que quienes le
escuchan tienen su capacidad cerebral gravemente disminuida.
Curiosamente,
no se extendió en reivindicar su espinoso cometido ministerial, sino que su
discurso se centró sobre todo a lo conseguido por el gobierno en el ámbito
laboral, sanitario y educativo, reivindicando el incremento en la incorporación
de las mujeres al trabajo y la universidad, tras lo cual me planteé si su
gestión no hubiera sido más productiva de haberse dedicado a ámbitos más
cercanos a lo que claramente era su verdadera vocación, pero en fin… Tal vez
excediéndose un tanto en su enumeración de los logros gubernamentales, me dejó
un tanto pasmada su entusiasta convicción de que habíamos superado en bienestar
social a Suecia (cosa que dudaba entonces y aún dudo ahora[3]).
En tanto que
leal contribuyente, me sorprendí asintiendo[4] a su defensa de los impuestos que hacían posible todo lo referido
anteriormente y afirmó (aquí si) con un punto de chusquedad, y a manera de
guiño a ese “espiritu cuñao” con el que, como político, siempre ha
conectado de maravilla, que él estaba encantado de pagar muchos impuestos,
porque pagar más impuestos, dijo, era señal de que se cobraba un buen
sueldo; pensé, “¡Los Dioses te guarden la inocencia!”: si él pagaba
religiosamente el IRPF y el IVA, dudo mucho que lo hicieran los grandes
empresarios, banqueros y aristocráticas duquesas con los que se
codeaba en esas cenas a las que asiste la gente de las altas esferas, más
inclinados por tradición y catadura a jugar al escondite con el fisco en su
calidad de miembros del club de fans de la Confederación Helvética.
Al acabar el
mitin-que-no-era-un-mitin-porque-todavía-no-había-empezado-la-campaña-electoral
pensé que ya tocaba volver a casa. No fue así ya que unos periodistas me
dijeron que si quería ir con ellos al acto (con cena incluida) reservado a
prensa y personalidades autorizadas. Tenían sitio en su coche y, tras
un instante de duda, opté por acompañarlos, sospecho, por el mismo impulso
idiota que hace que las moscas se den cabezazos contra el cristal, el
primigenio instinto de meterse en berenjenales. Cuestiones tipo “¿Cómo me
las apañaré para volver sin coche?", o “¡Rayos, por qué
voy si no soy periodista!", me incomodaron el viaje, aunque no me
atreví a confesar mi impostura a mis gentiles acompañantes.
Al
llegar al hotel donde tendría lugar la cena con discurso de guarnición,
una parte de mi me decía de dar media vuelta hacia la estación de renfe más
cercana, y otra me impelía a entrar: Me sentía como un hobbit perdido
en Mordor que acaba de encontrar un buen atajo a la Montaña del Destino.
Mi lado timorato optó por apartarse un poco y esperar a que entrara el
grueso de la prensa para no llamar la atención si no me dejaban pasar: por
toda credencial sólo tenía el fax que le habían enviado a mi compañero y una
tarjeta de mi empresa, y pensé que el dispositivo de seguridad, entrenado para hacer un placaje de rugby a cualquier intruso no autorizado, me
pondría de patitas en la calle. A la hora de la verdad ni tan sólo me
pidieron el DNI y me dejaron pasar tras una perezosa ojeada al
fax: Una de dos, o yo tengo habilidades de damisela Jedi, o los chicos de
seguridad eran bastante laxos en su cometido. Por suerte para ellos, mi
intención más vil era picar alguna croqueta y no tenía otra cosa con la que disparar
que no fuera mi réflex viejuna, con la que unos minutos después tomé la
única foto medio decente de todo el carrete: en ella, el ilustre invitado mira
en mi dirección con aspecto de estar ligeramente escamado, como si sospechara
de mis pintas y mi poco profesional y vetusto equipo.
En esta
ocasión y hallándose más, por así decirlo, en familia, el insigne invitado
replicó temáticamente y casi (ouch) en extensión
su argumentario de la plaza dura. De pie en medio del comedor,
nuestro protagonista hilaba su discurso con el gesto relajado de quien
sabe que tiene al auditorio en el bolsillo, con esa seguridad que le daban
varios lustros de experiencia política en los que había pasado del mitin semiclandestino
con jersey raido de costuras reventadas, a la perorata con traje sastre en
salas de convenciones de lujosos hoteles. Aquí cambió el anterior registro de
sermón didáctico modulándolo a la circunstancia de su nuevo público,
lleno de viejos conocidos a los que lanzó varios guiños de
complicidad. Yo no tenía duda de que tendría rendidos a sus correligionarios,
pero me sorprendió la buena sintonía de los representantes del cuarto
poder, entre los que detecté algún que otro comentario por lo bajini de
admiración ante su retórica, como cuando un torero hace un buen pase con el
capote en la plaza (lo cual me hacía sentir, aún más si cabe, como una
sioux infiltrada en el fuerte del séptimo de caballería).
La mayor
brevedad del discurso sin duda debía algo a la inminencia del ágape. Yo me
hubiera dado por servida con un simple pica-pica de vernissage de centro
cultural de barrio[5], pero los camareros
nos sirvieron cosas como una especie de pata de elefante que mis
compañeros de mesa identificaron como una pierna de cordero, de la cual mi mala conciencia de asistente clandestina me impedió dar cumplida
cuenta. La abundancia de las raciones también me ayudó a
comprender por qué es habitual en gente con cargos públicos la tendencia a
engordar: por muchos libros que venda Michel Montignac, creo que es
francamente complicado adelgazar en comidas de negocios.
Las calorías fueron aquella noche el menor de mis problemas: estando como estaba allá donde Cristo perdió la alpargata (o lo que es lo mismo, allá donde se fué a morir George Sanders), resolví despedirme temprano para tener alguna opción de transporte público con la que regresar, de otra manera me arriesgaba a tener que volver en taxi (lo cual me resultaría prohibitivo), convertirme en calabaza o peor aún, acabar contagiada del cariño que la concurrencia sentía ante el augusto protagonista de la jornada y, ah no, eso si que no.
Las calorías fueron aquella noche el menor de mis problemas: estando como estaba allá donde Cristo perdió la alpargata (o lo que es lo mismo, allá donde se fué a morir George Sanders), resolví despedirme temprano para tener alguna opción de transporte público con la que regresar, de otra manera me arriesgaba a tener que volver en taxi (lo cual me resultaría prohibitivo), convertirme en calabaza o peor aún, acabar contagiada del cariño que la concurrencia sentía ante el augusto protagonista de la jornada y, ah no, eso si que no.
El caso es que
salí del hotel para perderme entre las sombras de la noche y tal, que
además al día siguiente me tocaba madrugar.
A modo de
epílogo:
- Mi jefe siguió oponiéndose a incluir la noticia del evento aún cuando mi compañero periodista le comentó al jefe que un colega (ejem) que asistió al acto le podía pasar documentación para elaborar un artículo sin compromiso. Cabezón de hombre.
- En cuestión de pocos meses, y cuando todo apuntaba a que el Gran Hombre estaba destinado a ascender al Olimpo de los estadistas, éste pasó a mejor vida, políticamente hablando, a causa de uno de esos traspiés que sólo pueden saldar vía de la asunción de responsabilidades. No vi entonces salir en su defensa a ninguno de los que le agasajaron aquella noche. Fue justamente esa dramática pérdida del favor del público la que me conmovió: soy muy de llevar la contraria y además siempre me han inspirado ternura los pájaros que se caen del nido. (Si es que soy una blanda, coño).
Notas:
[1] : Si los contenidos
de una modesta publicación local el contenido los marcan los intereses de los
modestos anunciantes de la zona, imagínense que peso no tendrán los anunciantes en los grandes medios del pais.
[2] Hete aquí la tragedia del tramo bajo del Llobregat, una tierra
fertilísima para el cultivo ahogada por masas ingentes de hormigón, por desidia
de departamentos de planificación urbana y para beneficio de los especuladores
del tocho.
[3] Incluso teniendo en
cuenta que en Suecia han habido desde entonces algun que otro gobierno
conservador, su Estado del Bienestar me sigue dando bastante envidia: No
tendrán playa, sangría ni paella, pero ¡Diablos! ¡están planteándose
reducir la jornada laboral de 8 a 6 horas!
He de
reconocer que en otros aspectos, eso si, no se diferencian tanto de España.
[4] Si, fue un momento terrible, así como “Argh ¿Qué me ha pasado? No
le he votado ni le votaré nunca y estoy de acuerdo en esto que acaba de
decir”.
[5] Como podría ser unas papatonas, unas olivicas y botellas de
Xibeca.