En parte debido al Coronavirus, en parte debido a viajar en otoño, en mi periplo vacacional por tierras sorianas me encontré sin poder acceder a todos los sitios que quería visitar.
Uno de ellos era el Museo de La Venerable. Llegué al convento y, aunque la puerta estaba abierta, era sólo la entrada a la iglesia: el museo estaba cerrado.
El día era frío y lluvioso, hasta el punto que lamenté no haberme traído guantes. Fuera, el Moncayo lucía nivoso y coronado de nubes, lo cual a estas alturas del año me parecía asombroso desde mi perspectiva de aborigen de un lugar a mucha menos altitud y temperaturas más benignas. Recordé una lejana excursión a su cumbre, en la que no era dificil encontrar en ella restillos de aviones que se habían estampado en aquellas alturas, en días de poca visibilidad como el de mi visita.
Dentro de la Iglesia, a través de las rejas que la comunicaban con la zona conventual, llegaban cantos de las monjas. Me pareció que no sería mala idea resguardarme y descansar un rato. No entraba mucha luz del exterior, y aparte de unas pocas velas, sólo estaban iluminados el Sagrario y La Venerable, de cuerpo presente.
Dicen que su cuerpo está incorrupto, algo a lo que posiblemente contribuye el clima local, aunque el recubrimiento de cera sobre el rostro del cadáver, visible a través del cristal del féretro, ayudaba a mantener la ilusión de que la vida había abandonado ese cuerpo un instante antes: la faz de cera transmitía la placidez del sueño eterno.
(Sobre el cajón de cristal que guarda el féretro había una estatua yacente de La Venerable replicando la pose del original que descansaba debajo ¿Tal vez esa doble presencia quiere representar sus episodios de bilocación?)
Mientras iba pensando estas cosas, las monjas habían dejado de cantar. Entonces oí un sonoro ¡CLAC! y se apagó la luz del Sagrario. Me quedé a solas con el cadáver incorrupto.
Al cabo de un momento se empezó a escuchar un ruidillo.
Ñigo-ñigo-ñigo-ñigo…
El ruido venía del altar y lo hacían unas puertecillas que poco a poco cerraban el espacio en el que se encontraba el Sagrario. No sé si estaban accionadas por una maquinilla programada a tal fin, o si una monja oculta le daba a una manivela para mover tan curioso mecanismo.
Las puertecillas del Sagrario se cerraron tras unos ñigo-ñigos más, ocultando su contenido a ojos profanos.
No sucedió nada más, después de todo me encontraba en un templo barroco y no en una película de la Hammer, pero al cabo de un rato marché dándole vueltas a los medios que la Contrarreforma utilizaba en su tiempo para pasmar y asombrar el espíritu, aturdiendo a los sentidos: luz, oscuridad, música, ruidos, ocultos mecanismos… Me pregunté que no haría la Contrarreforma con las herramientas de la actualidad, sin caer en que quizás ya lo está haciendo.
Afuera el día seguía desapacible.